Un proyecto social para fomentar la convivencia entre culturas a través de la cocina.
Tiene 80 años. A los 18 empezó a hacer voluntariado y poco después comenzó a visitar cárceles. De ahí surgió APROMAR, Asociación Pro Recuperación de Marginados: una red de pisos que acoge a presos cuando salen de permiso y les ayuda a integrarse en la sociedad. No sabe cuántos han pasado por sus pisos pero sí sabe que todos la consideran una segunda madre.
Lucía Martín.
Con toda la modestia del mundo, como si no hubiese hecho nada digno de mención en su vida, Ángeles Pérez Guerrero afirma que tiene 80 años, que es ama de casa y voluntaria. Como si en esta simple frase se pudiese resumir su vida de dedicación a los demás. Porque eso es lo que esta mujer, oriunda de un pueblo de Jaén, lleva haciendo a lo largo de su existencia: echar un cable a los otros, sacarlos del atolladero, darles no una sino múltiples oportunidades.
Ángeles es el germen y el motor de APROMAR, la Asociación Pro Recuperación de Marginados, que lleva funcionando desde hace 40 años y que ha ayudado a más de mil reclusos. Ella sigue visitando cárceles: Valdemoro, Navalcarnero, Ocaña II… yendo contenta cada vez que entra en una. Cuando se le pregunta sobre la jubilación dice que lo hará como las artistas, “en el escenario”.
Ángeles empezó acogiendo presos en un pequeño piso y ahora tienen seis casas y un almacén. Aún recuerda el primer preso que entró en aquel piso: “Era colombiano, tenía 18 años, ya con su permiso de segundo grado. El otro día hablé con él, está en Nueva York trabajando y me llama para mi cumpleaños. Y algunas veces para nada, para hablar conmigo”, explica con orgullo. Como si fuera una segunda madre y a veces, la única madre porque como ella mismo reconoce, cuando muchos salen de la cárcel ni los familiares les quieren.
Esta incombustible mujer, que tiene algo de la protagonista femenina de la película Pena de Muerte, empezó a hacer voluntariado con 18 años: “Empecé a quedarme con gente que venía de mi pueblo y les operaban y no había quien se quedara con ellos por las noches en el hospital, y me quedaba yo”. Se vino a Madrid con 16 años: “Mis hermanos estaban estudiando, entonces las mujeres no estudiábamos, teníamos que hacer otras cosas”, afirma.
Entre esas otras cosas ella vio claro lo de ayudar. Hacía voluntariado en una parroquia, ayudaba a gitanos y le dijeron que estaban pidiendo voluntarios para la cárcel: “Y yo dije “pues voy a ver” y me presenté y me cogieron. La primera vez que entré a la cárcel fue al reformatorio. Me dijeron que tenía que estar hablando con 4 chicos por locutorio. Me sentí muy bien. Siempre que he entrado a la cárcel, estando dentro, hablando con las personas, me he sentido muy bien”.
Hablamos de los años ochenta, cuando la droga causaba estragos fuera y dentro de las cárceles, y de chicos jóvenes, de 17, 18 años… “Estaban medio muertos de tanto consumir y yo dije que esto había que arreglarlo de alguna manera. Lo que pasa es que uno se piensa que puede hacer muchas cosas pero luego, pues se hacen las que se pueden”.
Lo primero que hizo fue hablar con los curas de la parroquia donde estaba colaborando y les planteó montar un proyecto. Pero no les gustó la idea porque les pareció algo complejo. La negativa no la echó para atrás: se planteó hacerlo sola y de esta forma surgió la idea de la asociación. “Antes del piso tienes que tener una asociación y así podía presentarme y pedir, cuando a ellos les tocara salir de permiso, que pudieran salir a mi piso, con toda la responsabilidad que eso tiene, porque tú firmas el aval diciendo que te haces cargo de esa persona”, explica.
Uno de los presos que acudió a ella fue incapaz de verbalizar cuál fue el delito que le había llevado a la cárcel. Se lo escribió en un papelito, mientras hablaban por primera vez en el locutorio. Cuánto dolor detrás de ese anodino gesto (escribir en lugar de verbalizar) y qué grandeza la de esta mujer: “Cuando voy a ver a una persona que me ha llamado y me dice que necesita que le ayude, no me interesa lo que ha hecho. Me interesa que a partir de ahí tiene que cambiar. Y nada más. Y para cambiar yo intentaré ayudarle. Y que cuando salga a la calle tenga las cosas necesarias para poder cambiar”. Y admite que no solo se debe dar una oportunidad, que a lo mejor, tienes que dar más, porque el que tiene la vida rota en pedacitos, necesitará de tiempo, paciencia y cariño para recomponerla.
En los inicios, cuando comenzaron a pedir pisos, nadie se los alquilaba, ¿quién va a querer dar techo a ex delincuentes?: “Siempre teníamos que alquilarlos a nombre de mi marido y diciendo que los chicos venían de la parroquia, que eran chicos que no tenían familia, que estaban por la calle. Nunca diciendo «presos». Entonces se presentó ante el alcalde de Madrid y, a través del IVIMA, les facilitó un par de viviendas. A día de hoy tiene seis y un almacén, que es también piso. “Hemos conseguido que se independicen cada año entre 20 y 25 personas. Todos los que se van lo hacen con trabajo. Para mí la reinserción es cuando coges a una persona, que en la cárcel todas las personas están muy mal, destrozadas, sobre todo por dentro, y ser capaces de pelear con él hasta que sea una persona normal”, explica.
Una oportunidad para volver a empezar mi vida otra vez es lo que dice Wilfredo López que le dio Ángeles”. Él está en uno de los pisos de la asociación: “La convivencia aquí es muy normal: hay unas normas, unos deberes, cosas que hacer, búsqueda de trabajo, hacerte los papeles… tenemos terapias también”, cuenta. Y añade: “En el momento en que me vi solo y abandonado fue la persona que me abrió las puertas, me dijo “vente” y aquí estoy. Es como una madre”. Como esa madre que siempre espera lo mejor de sus hijos.